Por María Fernanda Ampuero. Corresponsal España
¨Ser mujer inmigrante, árabe, autosuficiente y dibujar extraño no me ha facilitado las cosas. Pero me ha permitido ser”
Zaha Hadid
HOMBRES
Oscar Niemeyer, Erich Mendelsohn, Mies Van der Rohe, Le Corbusier. La gran arquitectura, la que se equipara al arte, se escribe en masculino y ella, cuando le preguntaban sobre sus influencias, respondía esos nombres de hombre. Es probable que hasta que apareció el suyo, su nombre, Zaha Hadid, ningún arquitecto hablara de influencias en femenino. Pero ella cambió todo eso. Para siempre.
No diremos -porque mentiríamos- que lo hizo desde la discreción. Ese mujerón elegante –vestía casi siempre de Issey Miyake- de pelo espeso de dos colores, ojos enormes, oscuros, inteligentísimos y de forma de almendra, labios gruesos y lunar brujesco en la nariz, no vino a este mundo, en Bagdad, nada menos, para pasar desapercibida. De ninguna manera. A ella había que verla. A ella y a sus diseños, que no eran una cosa sin la otra.
Zaha Hadid, considerada al morir, el pasado 31 de marzo de 2016, una de las mejores arquitectas del mundo, fue todo lo que se propuso desde que a los once años dijo a sus padres la frase que marcaría su vida:
-Quiero ser arquitecta.
No era fácil. Nunca fue fácil. Ella misma lo dijo así:
¿Mi peor momento? Toda la lucha por ser aceptada y convencer a otros de que mi trabajo era algo serio y viable. Pero yo me mantenía fuerte, no perdía mi entusiasmo y no dejé de investigar.
Perseverante e independiente, Hadid edificó en Reino Unido, España, China, Alemania, Qatar y Azerbaiyán. Su vida fue como de película: nació en Bagdag, fue educada por monjas francesas y llegó a Inglaterra cuando tenía veinte años. Fue discípula y miembro del equipo de Rem Koolhas, cuyo estudio dejó a los treinta años para crear su propia firma independiente y quien la describió como “un planeta en su propia e inimitable órbita”.
Con un estilo único, ingenioso, rompedor, como el uso de volúmenes livianos, las formas puntiagudas y angulosas, los juegos de luz y la integración de los edificios con el paisaje, esta arquitecta anglo-iraquí rompió todos los moldes. Además, ganó todos los premios, tantos que es imposible nombrarlos en este espacio. Nada más diremos que recibió el Mies van der Rohe de la Unión Europea (2003), concedido por el proyecto para la estación de Estrasburgo; que fue la primera mujer a la que dieron el Premio Pritzker (2004) y el Praemium Imperiale de Japón (2009). Por las mismas fechas, le fueron otorgados también otros galardones, como la Orden del Imperio Británico por su apoyo al desarrollo de la arquitectura, y continuó recibiendo encargos de todas partes del mundo, entre los que destacan el Anexo del Museo Ordrupgaard de Copenhague (Dinamarca), el Centro de Ciencia Phäno de Wolfsburgo (Alemania) y la sede central de BMW en Leipzig (Alemania).
Estaba en la cúspide de su creatividad. En 2005 se impuso en el concurso de diseño del Pabellón Puente de la Exposición Internacional de Zaragoza 2008, en el que volvió a demostrar su capacidad de adaptación a los proyectos más diversos, y fue la encargada de diseñar el Nuevo Casino de Basilea (Suiza). Un año más tarde ganó el Proyecto de Reestructuración y Renovación de Zorrozaurre, un barrio de Bilbao (España), al que planeaba convertir en isla.
Otros de sus proyectos en España fueron el cine de la plaza de Les Arts y la Spiralling Tower en Barcelona, los interiores del Hotel Puerta América de Madrid, la biblioteca de la Universidad de Sevilla y los rascacielos de Durango (Vizcaya).
Se fue a la prematura edad de 65 años de una muerte estúpida (¿cuál no lo es?): estaba siendo tratada por una bronquitis en un hospital de Miami y de pronto su corazón se paró, no quiso andar más. Un órgano falló y el mundo tuvo que decir adiós a una de las mujeres más interesantes e importantes de nuestros tiempos, aquella que dijo una vez “más que un estilo, lo mío es intentar estar siempre en la frontera de la innovación”.
Lo hizo. La atravesó.