Por Ileana Viteri
Recibía hoy día la visita de mi padre a éste mi espacio, y el suyo también, mientras dure esta muestra que he llamado “Viteri, un homenaje”. Digo que es el “suyo también” porque en cada exposición que he construido a lo largo de casi once años, la galería se convierte en el lugar que acoge no sólo la obra de un artista sino, de algún modo, se convierte en su universo temporal.
Pero en este caso, hay algo que queda corto y extraño al interponer un “mientras” en la frase inicial. No se trata de un artista más, se trata de Viteri, mi padre y a quien le debo mi gran amor y compromiso con el arte, y que tampoco impide una curiosidad permanente a lo largo de la vida, por revelar qué está detrás de aquello que nos mueve, nos conmueve, nos asusta, nos sacude, y tanto nos estremece como para transformarnos, a veces en un instante. Y no pienso solamente en el arte visual, sino en la música, la literatura, en el cine.
Siempre quiero descubrir y recordar lo que significa el entrar en un espacio (no solamente físico) donde, en un segundo que puede durar tantos minutos como si fueran horas, sentir el haber transitado por un universo tan propio y tan ajeno, tan íntimo y tan público que – sin quererlo- al salir, lo hacemos siendo “otros”. Quiero decir, que la música, la danza, la poesía, el arte, nos transforman a través del sonido, a través del cuerpo, de la palabra, a través de la imagen que también puede correr en el tiempo, como en el teatro, o en el cine que, al ser tan completo, lo incluye todo.
Y creo que ésta es la mejor manera de describir la vida con mi padre, el artista que me ha traído de la mano aquí mismo, a ésta pequeña galería, que en el fondo tampoco deja de ser su lugar. Es difícil separar el legado inmenso de una experiencia tan próxima, de pasiones y vocaciones afines; de compartir la curiosidad por todo aquello que nos define, desde la palabra y el número, hasta el sonido y el silencio en un tiempo que tiene color y vibra. Todo ello desde niña, hasta ahora también. Entonces es difícil sustentar el sentido del homenaje, más allá del amor filial eterno y el amor compartido por lo que significa la creación – en su más amplio y rico sentido.
Pero éste es un homenaje que responde más bien a la institucionalidad, a su voz todavía obscurecida por los postreros diez años de vejaciones a la cultura, pero también aquella que no deja de repetir los mismos atavismos que se traducen en privilegios arbitrarios y compadrazgos. Aquella que ignora y desprecia a unos, no sólo porque no los comprende sino porque le place y le conviene. A esta institucionalidad enfrenta esta muestra que es un homenaje a toda una vida de coherencia entregada al arte, a un legado que se traduce en obras que pueden valerse por sí mismas; incluso cuando advierten apenas un trazo que se convierte en una mancha, solita, pero no ciega en el espacio; o en un Cristo muerto, en una corrida, o en el atisbo de un paisaje.
Ahora, cuando todo se copia y donde todo se reproduce sin miedo y sin vergüenza, es evidente que poco podamos diferenciar lo que es auténtico de lo que no lo es, lo que de verdad se ha convertido en tesoro a través de la historia y cuyo sentido también le ha sabido dar el presente. De eso se trata la experiencia del museo que es una puesta en valor, antes que un mero despliegue de obras eruditas de significados. No implica esencialmente una particular mirada traducida en forma, sino el criterio mismo del valor convertido en lectura de imágenes. Y cuando es así, entonces esas imágenes se hablan, se interpelan; también nos conducen, y nos detienen y nos atrapan a veces. Nos sacuden y abruman, nos confunden. Y asimismo nos evaden y ahuyentan en otras, pero siempre implican cuidado y valor, aunque estén hechas con sangre, o de fragmentos o retazos.
Pienso entonces en el arte contemporáneo y en todas aquellas obras que recogen desechos, los que se convierten – ya en el espacio plástico- en ricos símbolos de su propio tiempo. Como en los ensamblajes de mi padre que han sido capaces, desde los años 60’, de plantear un desafío a la pintura, a su propia pintura abstracta que en aquel entonces ya buscaba un sentido más singular de lo local. Como suelo decir, en “esta mitad del mundo de América” que no es del norte, ni es Oriente, y tampoco es Europa, surgía la necesidad de singularizar – más allá del indigenismo lastimero y ya institucionalizado, y más acá de los purismos de la abstracción moderna- , surgía la necesidad, digo, de plantear un sentido de identidad distinto, “otro”.
Y es precisamente en el desprecio usual por lo popular -que en Norteamérica significaba la “pobre” y ordinaria cultura de masas y aquí la incultura misma- donde Viteri halla la clave para abordar su nueva obra, su singular lenguaje. Más aún, en la contradicción que plantean objetos tan “pobres” como costales viejos, y tan “ricos” como las casullas; entre fragmentos de significados, historias y realidades diversas, y cuerpos enteros hechos de retazos -como son las muñecas de trapo- le fue posible construir un universo propio.
En él nada es homogéneo, ni en su superficie, ni en su procedencia o en su sentido original. Porque todo lo que se integra a la obra asimismo lo ha hecho la conciencia a partir de indagaciones. Nada es arbitrario o circunstancial. Todo tiene su propia historia, incluso la pintura misma, pero la cuentan voces distintas y dispares que son nuestras voces también. Nada se mezcla finalmente para convertirse en una “solución” única y homogénea como en la pintura, pero cada retazo se pertenece en ese nuevo todo, donde todo se traslapa, se yuxtapone, se toca y se acomoda, se articula bellamente, pero el fragmento prevalece.
El digno y bello fragmento que unos aman y otros desprecian, de eso se trata “En una encrucijada del cielo me espera una casa con luceros” (1978); o “Tira la lanza por la ventana, hiéreme el pecho menos el alma” (1986), ensamblajes emblemáticos de Viteri donde el Arte Pop y Póvera también se rozan. O “Navegante del silencio” (Madrid, 1969), donde un barco de papel periódico (del ABC Madrid), y que a su vez recoge el titular de portada con letras rojas: “El Hombre pone el pie en la luna”, protagoniza la obra.
Ese retazo de historia y de conciencia es apenas un barco de papel hecho con las manos, una nave frágil, suspendida entre la pintura negra que alude al espacio y un trozo de seda antigua que limita la tierra. Un muñeco de trapo flota de cabeza, atado por un rico cordón de plata a esa, su nave. Y que no es otra sino el Apolo 11 construido por la ciencia pero también con la mismísima imaginación.
“Viteri, un homenaje” es una pequeña muestra que surge sin planear y de la necesidad de poner en evidencia la riqueza de una trayectoria y un lenguaje que no se cansan de explorar – a través de medios, formatos y temas distintos- la multiplicidad y heterogeneidad de una realidad que nos acoge y también, con sus grandes contradicciones, nos determina. Las obras que se incluyen estaban en mi galería por razones diversas ese domingo 3 de junio, cuando después de visitar el Museo Nacional en dos ocasiones y experimentar el desprecio a la obra de mi padre, no pude evitar recrear con muy pocos recursos y espacio, pero una enorme voluntad, su trayectoria para validar significados.
“Navegante del silencio” no estaba conmigo ese 3 de junio. No participa de esta exposición. Pero está tan cerca de mi memoria y en mi conciencia que aunque la tenga lejos sustenta, como muchas otras, valores profundos, principios básicos de la obra de Viteri y que para mí son también un trozo de mi vida.
Como fue ese barquito de papel que en 1968 mi padre dejó correr en una acequia de Tilipulo para contarnos en la mitad de un atardecer de páramo, a mi hermana Carmen y a mí, que viajaba a España, como esa pequeña nave haría hasta arribar a un río y luego a otro más grande, para llegar finalmente a la mar. Nada es gratuito en la vida y en el arte, como en el amor, que también responde a lo que nos han sabido dar, compartir y poner en valor. Porque la vida, incluso la de un pequeño barco de papel, es un valor precioso para un niño y para un humano-niño que nunca termina de asombrarse y de imaginar no solo el llegar a la luna, sino bajarla también.