Por Pamela Cevallos
Desde las afueras de la ciudad, siempre rodeada de naturaleza, Soledad cuida meticulosamente el arte de su padre Eduardo Kingman, uno de los pintores más reconocidos de nuestro país, quien dejó un extenso legado de arte y cultura para los ecuatorianos.
Soledad se mostró sencilla, amable y asequible. Nos recibió en su casa de Tumbaco, construida en adobe visto, vestida con aires barrocos y modernos acertadamente mezclados. Al entrar resaltan, en cada espacio posible, las obras originales de su padre, la mayoría hechas en gran formato y pintadas en óleos de fuertes colores, que sobresalen elegantemente en las paredes color tierra.
Desde niña Soledad fue muy cercana a su padre. Según su relato, él era una persona muy casera y con quien el resto de la familia compartía momentos valiosos. El maestro Kingman trabajaba en el jardín, hacía labores en madera o simplemente disfrutaba de una taza de buen café. “En mi casa nunca hubo muebles de fábrica, mi padre se encargaba de trabajar la madera para decorarla. Era muy hábil con las manos”.
La influencia artística de su padre, obviamente caló en Soledad. Vivir rodeada de arte es un privilegio comenta, y recuerda que su casa no tenía un lugar vacío. “Las paredes estaban llenas de sus obras, había cuadros hasta en el baño. Eso hizo que ame el arte, y que me dedique a promocionar la obra de mi padre”.
Ella estudió Museología, Historia del Arte, Gestión Cultural y Estética de la Cultura. Todo ese interés por el arte le vino del deseo de cuidar y difundir la obra de su progenitor, que fue con quien abrió la Posada de las Artes Kingman, lugar en donde se presentaron exhibiciones del maestro durante años, pero también de otros pintores nacionales y extranjeros.
Este centro cultural cerró sus puertas hace pocos años, pero quedó intacta la Fundación Kingman y el ahora museo que lleva el nombre del pintor, y que fue la última morada donde vivió el artista, en Sangolquí. “Cerramos la posada porque cambiaron los tiempos y habían muchas exigencias para las fundaciones. La Posada era una galería en donde se exhibían también obras de otros artistas, pero esa actividad se volvió cada día más difícil de mantener. Nuestra sociedad acude cada vez menos al arte, cada vez menos gente concurre a las exposiciones artísticas; eso nos obligó a tomar la decisión de centrarnos en la obra de mi padre”.
Hace apenas tres años se abrió la Galería de Arte Kingman, lugar donde hoy se exhibe una veintena de obras originales del maestro. Está también la casa de Sangolquí, donde vivió desde 1976 hasta 1997, año en que falleció. Ese lugar fue museo durante diez años, pero ahora se ejecutó un comodato con el Municipio de Rumiñahui para que se transforme en museo interactivo que brindará actividades culturales a la comunidad y mantendrá el nombre de Museo Eduardo Kingman. Soledad cuenta que el artista fue muy feliz allí, que ese fue un espacio donde el pintor creó muchas obras. Incluso, comenta, que parte de la arquitectura de la casa fue concebida artísticamente por él.
Para ella, su padre fue una persona absolutamente honesta en su arte. “Le interesaba crear algo de buena calidad y enviar un mensaje; su arte no fuese nada sin esa misión”. Y claro, en la época en que este artista se desarrolló, se vivían momentos importantes de lucha social por la igualdad. De ahí su pintura rebelde y contestataria, muy acorde al latir político de América Latina, que en ese momento buscaba dar voz a los grupos marginados por la sociedad, léase indígenas, obreros y trabajadores. Para Soledad esa lucha social la lideraron el arte y la literatura y, finalmente, desembocó en un movimiento indigenista que buscaba la igualdad social desde todos los espacios. “En ese entonces la pintura estaba atravesada por la influencia del muralismo mexicano. De ahí la importancia de la pintura de mi padre, que finalmente logró crear un arte único, andino, ecuatoriano, muy humano”.
Kingman es un referente de la pintura nacional, aplicó muchas técnicas en cada una de sus pinturas. “Era un muy buen dibujante. Hizo obra desde que tuvo siete años. Hasta hoy seguimos trabajando el inventario. Mi padre decía que hizo unas tres mil obras solo en óleo, todavía no sabemos cuántas hay en las otras técnicas”. Su hija destaca el trazo de Kingman en plumilla, pues esas obras demuestran por sí mismas la calidad del dibujo.
Los óleos prefería hacerlos en formato grande, y en ellos resalta el color y las texturas. “Le gustaba mucho la acuarela, de hecho, son los cuadros que más se falsifican de él. La técnica que menos usaba era el pastel. Mi hermano y yo tenemos distintos pasteles del año 41, tiempo en el que fue a Perú y coincidió con la guerra. De ahí trajo muchos apuntes de la época indigenista y de la técnica con pastel”.
Kingman inició su pintura usando colores tierra, opacos, que se enmarcaban en la tristeza de las realidades que pintaba. No obstante se transformó y comenzó a usar colores fuertes y alegres, pese al mensaje que predominaba en la obra. “Él amaba el color, decía que sirve para dar alegría a la tristeza”.
Y es así. Kingman quiso poner color a los momentos grises. En sus cuadros se puede observar un colorido ‘background’ que evoca optimismo y del que sobresale la fuerza de las figuras que pintaba. Además, en su obra son protagonistas las manos intencionalmente deformadas para lograr expresar sentimientos de ira, felicidad, dolor, tristeza, necesidad… “Él pensaba que en las manos residían las expresiones de los más íntimos sentimientos de las personas”, nos cuenta su hija.
Su arte se fue transformando con el tiempo. En los inicios sus pinturas fueron mucho más sociales y terminaron siendo más humanas. Dibujaba personajes importantes de la cotidianeidad: madres, trabajadores, personas haciendo sus oficios, fiestas y creencias populares, que era una temática del momento.
Su arte fue valorado por críticos y por la sociedad en general. Recibió varios premios como el Eugenio Espejo o el premio Gabriela Mistral a las Bellas Artes, otorgado por la OEA, el premio en el Salón Mariano Aguilera; sin embargo, estimaba más los reconocimientos que venían de grupos gremiales como los sastres, obreros de fábricas, etc.
Compartió su conocimiento y trabajo con otros artistas. Fue muy amigo de Diógenes Paredes, de Bolívar Mena Franco y de Camilo Egas. Sus murales pueden encontrarse en el Templo de la Libertad, en la Casa de la Cultura Ecuatoriana, en el Instituto Geofísico Militar, entre otros espacios. También fue parte de una muestra colectiva en la que participaron artistas de la talla del mexicano Diego Rivera y el brasileño Cándido Portinari.
“A momentos es difícil mantener el legado de mi padre, enfrentar falsificaciones y otras cosas. Siento que tengo una deuda con él y que debo difundir su obra. Hacerlo es bonito y a la vez un peso, porque manejar arte en Ecuador no es una tarea fácil”. Y es que Soledad considera que falta promocionar el arte entre los ciudadanos, que la educación en los colegios debe abrir un espacio para la cultura. De hecho, piensa que debería haber una materia que enseñe historia del arte ecuatoriano y que, a la vez, englobe el arte latinoamericano y mundial.
Soledad comenta que su padre era dulce y cariñoso, que demostraba un amor infinito por los animales y, por supuesto, por la gente. Para ella, esa es la mejor herencia que le pudo dejar, su legado más valioso.