Por Lorena Ballesteros
Si la vida te da limones, haz limonada”, así reza el dicho. Pero hay personas como Priscilla Falconí Avellán que, con un costal de limones, hace limonada y luego monta un negocio para venderla. Ella no pierde el tiempo. Nunca está quieta. Es una prueba de que las mujeres multifacéticas sí alcanzan el éxito, tanto personal como profesional.
Para muestra un botón. Priscilla estudió Teatro en Connecticut, Desarrollo Humano en Cornell, Derecho en la Universidad Católica Santiago de Guayaquil; además tiene certificaciones como mediadora, coach ontológica y maquillista profesional. Como cereza del pastel: es madre de cuatro hijos: Martina de 18 años, Manuela de 16 y las mellizas María José y Sofía de 13. ¿Cómo lo ha conseguido? Con objetivos claros, rigurosos calendarios, trabajo en equipo y aprendiendo a soltar lo que está fuera de sus manos.
Si hablamos de su trayectoria profesional, es importante anotar que Priscilla se inició en el ámbito financiero. Sabe de análisis de créditos, de industrias, manejo de balances… También es relevante comentar que desde muy joven se vinculó a proyectos sociales. En la universidad colaboró con la línea que apoyaba a mujeres violadas; posteriormente formó parte de El Programa del Muchacho Trabajador en Guayaquil.
Ya casada dio un paso al costado del mundo bancario e ingresó en la firma de abogados Carmigniani Pérez. A la par se inscribió en pre derecho, lo aprobó y consiguió una beca para cursar dicha carrera. Cuando se recibió de abogada ya tenía a Martina y Manuela venía en camino. Le brillan los ojos cuando recuerda el día de su graduación. Juan Falconí Puig, su padre, con mucho orgullo le puso el birrete mientras ella sostenía a su hija mayor en brazos y mostraba una barriga prominente por su próximo alumbramiento.
A los años de lactancia también les sacó provecho. La de las mellizas fue más dura, se colocaba una bebé en cada brazo y al unísono las alimentaba. ¡Vaya determinación de esta mujer! No le gustaba que una extraña se hiciera cargo de las tareas más íntimas de sus hijas. Para eso estaba ella. Tras el nacimiento de cada una, disfrutó de quedarse en casa durante un año. Claro que al ritmo de Priscilla, estar en casa era dejar la relación de dependencia laboral, pero no el trabajo al 100%. Incluso, en uno de esos sabáticos hizo el curso de maquillaje profesional. Lo cierto es que con cuatro niñas a su cargo aprendió a equilibrar cada aspecto de su vida.
Después de su divorcio en 2019 decidió cambiar su residencia, y se mudó a Quito para escribir otro capítulo. Y si bien este apartado no tiene limones, sí involucra bolones; pero a eso llegaré en breve.
Ahí comenzó la tradición de instalarse un mes en Quito, donde Priscilla tiene una tribu de primos, tíos, amigas de su mamá, la talentosa Patricia Avellán a quien hemos tenido en las páginas de CLAVE; así como amistades que ha conservado a lo largo de los años. Con orgullo reconoce que es fantástica manteniendo relaciones. Lo cierto es que el 5 de marzo aterrizó en Quito con sus hijas, y se instaló en la quinta de Miguel Falconí Puig, su padrino y tío consentido. Venía “a reventar Quito”. Tres maletas de ropa. Mudas para salir a bailar (le encanta la salsa), otras más cómodas para los días de hacienda, atuendos que quería lucir frente a su familia y amigos; y por supuesto, todo su atuendo deportivo, porque el ejercicio es vital en su rutina diaria. Ese ímpetu de vida social quedó relegado con la pandemia.
Su estadía se prolongó hasta junio. Pero, lejos de amargarse, vivió el confinamiento a plenitud. Encerrada en la quinta con sus hijas y las personas que allí trabajan, ideó un plan para ocupar las horas de los días que en ese entonces transcurrían lentas. Les enseñó a sus hijas a hacer bolones. Una vez dominado el arte culinario vendieron centenas de esas delicias a los vecinos, luego el negocio se extendió a otras urbanizaciones de Cumbayá. Priscilla tiene la convicción de que sus hijas deben ser independientes, generar ingresos y saber cómo sostenerse solas.
La siguiente tarea fue mantener el jardín de la quinta, corregir goteras, pintar paredes y así retribuir la generosidad de su tío al prestarles la casa. Con el paso de los meses incluso instauró la tradición de almuerzos familiares. Cocinaba, convocaba, y quien no le temía al Covid se juntaba a pasar un momento agradable para despejarse de la incertidumbre del encierro. Como le gusta escribir, también se puso a redactar artículos para publicarlos. Asimismo, se ponía al día con el trabajo que llegaba de la firma de abogados Carmigniani Pérez. Recuerda esos meses con gratitud y felicidad. Por eso, volver a Guayaquil fue un sentimiento agridulce. Finalmente, con sus hijas, tomaron la decisión de mudarse a Quito de manera definitiva.
Desde entonces todo ha ido a más. No pasó mucho tiempo para que le llegara una nueva oferta de trabajo. Se convirtió en socia de Falconí Puig Abogados; y tiene el reto de abrir una oficina de la firma en Guayaquil, pues quién mejor que ella para entender ese mercado. Hace poco terminó la certificación de coaching, una herramienta que le ha servido como introspección personal, y que pronto también la implementará de manera profesional.
Su agenda diaria es apretada. No es raro que desde su celular suenen alarmas que le notifican que debe pasar a la siguiente reunión, que ya es momento de hacer ejercicio o que ya es hora de dejar labores y retirarse a descansar. De lunes a jueves no acepta reuniones sociales. Los martes va a clases de teatro. Los viernes arma plan con amigas y le encanta que sus hijas hagan lo mismo. Los sábados y domingos son de familia y para ponerse al día con quehaceres domésticos. Le encanta que su hogar sea el centro de reuniones, por eso fue tan importante para ella escoger la casa precisa.
Antes de mudarse permanentemente a Quito vio al menos 40. Finalmente, cuando puso un pie en su actual residencia, supo que había encontrado su lugar, que, además, lo tiene decorado a su gusto. La casa es luminosa, con ventanales que se conjugan con el paisaje de su jardín, en donde hay una piscina, ideal para los encuentros sociales. Las paredes están vestidas con la obra de su madre, Patricia Avellán. “Es la galería privada de mi mami, soy su fan número uno”, comenta. El área social es tan amplia que puede recibir a la tribu de primas que invita con regularidad. También ha montado su espacio de trabajo, para alternar con la oficina.
Como buena abogada, Priscilla puede debatir con una agilidad mental que sorprende. Inevitablemente le pregunto si todo en la vida es negociable. Ella contesta que no, pero que en la vida estás negociando todo el tiempo. Para ella, incluso como madre, hay cosas que nunca serán negociables. Si bien es una “mamá acolitadora”, también es firme y con reglas muy claras, pero está dispuesta a negociar ciertas cosas. Por ejemplo con Martina, la mayor, quien antes de mudarse a Quito estableció su única condición: un cuarto propio en la nueva casa. Obviamente, lo consiguió.
De la negociación pasamos a la mediación. Una figura legal que evita que las partes entren en grandes conflictos económicos y personales. Hay situaciones frecuentes como la separación o disolución de una sociedad, un divorcio, una herencia, una disputa entre socios, que requieren de un tercero que no tenga sus emociones involucradas en el conflicto y ayude a resolverlo de la mejor manera para las partes.
La consigna del mediador es evitar que las emociones tomen posesión de las personas. Priscilla, desde esa posición, ha conseguido compromisos y consensos. Incluso recuerda que un amigo suyo la buscó desesperado porque llevaba años tratando de llegar a un acuerdo de divorcio. Aunque ella no hace divorcios, medió entre él y su ex esposa. En un mes estaban divorciados y sellando el pacto con un abrazo. Un mediador hace eso, facilita la resolución del conflicto mediante la búsqueda de consensos. ¿Se imaginan cómo sería el mundo si todos los conflictos pasarían por una mediación? Lastimosamente no siempre es así. Priscilla también es abogada litigante, sabe cómo presionar y pelear por lo justo. Pero ella vive bajo el lema de que antes de llegar al litigio hay que quemar todas las instancias posibles.
Les sonará trillado, pero obviamente Priscilla se divorció de beso y abrazo con su ex esposo. De hecho, recuerda la película “Historia de un matrimonio”, protagonizada por Scarlett Johansson y Adam Driver como un vehículo que facilitó su propia historia. Años de convivencia no se dejan atrás de la noche a la mañana, pero a lo que sí hay que ponerle punto final de inmediato, es al rencor y el resentimiento. Priscilla no guarda ninguno. Vive en absoluta paz.