Por Caridad Vela
Su naturaleza es la de un ser itinerante que va y viene a su antojo, un corazón que transita entre inspiración y realidad, viajando mentalmente a recónditos lugares en su propio interior para extraer visiones abstractas. En su vida corpórea, Patricia Avellán acumula traslados entre New York, Guayaquil, Palmar y Quito por temas familiares, pero su pasión la lleva a exóticos destinos en pos de fuentes de inspiración.
Va liviana, va ligera, solo carga ilusiones y su sonrisa. Cada vez que tengo el privilegio de conversar con ella descubro algo que antes, la última vez, no estaba ahí. Su constante evolución es evidente no solo en su trazo, se transparenta también en lo profundo de su mirada. Habla sin palabras, lo hace con gestos. Hoy, en medio de un maravilloso jardín, la siento cargada de sabiduría.
“Estoy en el momento más feliz de mi vida” me dice al saludar. Despierta en mí una incontrolable curiosidad. Hablamos mucho de nuestro paso por la vida desde la última charla. Escuchándola encuentro a la luna. Nace y crece en cada ciclo, para volver a nacer y crecer aun más en el siguiente. Es imparable. Lo suyo es arte en el más extenso sentido de la palabra. Tiene arte al andar, lo exuda al respirar, todo en ella es arte.
“Los artistas nacemos con un don que intrínsecamente implica que no estamos destinados a vivir vidas simples, y eso no siempre es fácil. Es como tener dos espíritus y dos cabezas”. Entiendo que la una se encarga de la vida práctica, lógica y cotidiana, y ella completa la idea manifestando que “la otra la aleja de la realidad para vivir un mundo de fantasía, de inspiración”.
Vive en New York, su “isla de la fantasía”. Reacciono acotando que también es la isla de la soledad, pero para mi sorpresa, sonríe muy a gusto y afirma que “para perderse y crear, el artista necesita estar solo, necesita espacios muy amplios que aunque tengan ruido se perciban en silencio, aquellos con grandes tumultos de gente que se asimilan en soledad”. Ha descubierto que la manera de encontrarse es perdiéndose en la oportunidad de enfrentar miedos y placeres entre sueños y desvelos. La conversación toma ese rumbo.
Me intriga saber qué papel juega lo real en su vida, en su proceso creativo y en su riqueza interior. En su respuesta descubrí que, más allá de su arte, su amor más grande son sus hijos y nietos. Cada uno cumple una función, son el inicio y el fin de las líneas de su vida, lo que la trae de regreso a lo terrenal después de flotar cerca de los abismos que la artista frecuenta en su irreverente dualidad.
“Mi hijo Santiago está convencido que soy una artista que vive en la eterna crisis del choque entre lo práctico y la fantasía, caminando a ratos y flotando a otros, cruzando fronteras entre lo real y lo irreal a cada instante; y no se equivoca. Esa soy yo”. Concuerdo con esa apreciación. La energía que guía su trazo brota de lo efímero, de esa silenciosa inspiración que la inunda cuando se abstrae del mundo, cuando es ella en otra dimensión. Su creación nace cuando la persona no está, y confronta con la mujer que es, cuando está.
Sin duda todos preferiríamos permanecer en un lugar distante en el que no hay ruido ni controversias, quisiéramos inventar nuestros propios espacios. Lo que para mí es un concepto utópico para ella es tan fácil como ir y venir. ¿Cómo logras aterrizar? Pregunto porque en un momento dado perderse mucho es peligroso, hay que detener el sueño y vivir la realidad. Me responde que la vida se ha encargado de rodearla con equilibrio. “Mi hijo Juan Javier tiene cabeza asiática, es frío en su proceso mental, analítico y muy realista. Él es mi proveedor de lógica. Cuando necesito aterrizar lo llamo, es mi cable a tierra”.
Con Priscila se mimetiza en su naturaleza de mujer. Los temas de género, tan de moda hoy, van más allá de la simpleza del absurdo velo que los rodea. Ser mujer es tener una esencia distinta, aquella que nos premia con la oportunidad de concebir, ser madres sin dejar de ser seres humanos. Priscila le ha regalado el cielo al darle cuatro nietas. Admira en ella el valor que tiene para vivir en la realidad. “Se ocupa de sus hijas con el amor y el esfuerzo que requiere, verla feliz me llena, me contagia. Con ella mantengo una deuda de presencia imposible de cubrir porque cada día estoy flotando más en la irrealidad”. Y esa frase la lleva a discernir entre calidad de tiempo con cantidad, y se decanta por exaltar la calidad de los momentos que comparten en familia porque completan su corazón. “Soy la madre que les tocó, soy lo mejor que puedo ser, al ser simplemente yo”.
Quiero poner sobre el tapete el balance en su vida, el peso de lo real en contraposición con lo irreal, porque ahí está la cuna que abriga su arte. Es muy observadora. A su paso interioriza lo que la rodea para traducir el mensaje al ancestral lenguaje de las sensaciones. Lo hace a través de una genial alquimia que sucede en el interior de su alma cuestionadora. A pesar de tener mucho es extremadamente exigente con si misma, busca hasta encontrar a pesar del peligro de aventurarse en profundidades desconocidas.
“Estoy cómoda en la irrealidad de mi existencia, a pesar de que a mano conservo recursos para volver a la realidad”. Disfrutando de un delicioso café escucho los ejemplos que aclaran mi entendimiento. “Cuando planeo ir a la ópera y compro los tickets estoy en la realidad, pero al levantarse el telón siento que las notas musicales me elevan, y floto.” El teatro es su otra pasión, actuar es su segunda afición. No lo es por la pretensión de estar en un escenario recibiendo aplausos, sino por la posibilidad de desaparecer, de mirar sin ser vista en realidad, mientras refleja en su propio ser la existencia de otro. “El artista desempeña un papel, y para ello experimenta un proceso de inmersión en la vida del personaje que debe representar. Se vuelve irreal, inventa, crea y expresa”. Es fascinante escuchar la pasión que revelan sus palabras, voy descubriendo la esencia de su trazo y la fuente de su inspiración.
Disfruto de esta conversación que me permite, por tercera vez, volver a conocerla, porque cada vez que la veo es un ser distinto. Hemos divagado un poco, me he dejado llevar a su mundo para entenderla, pero si he venido hoy es para que me hable de su primera exposición en Quito: Campos de Papel. El nombre lo puso su historiador y crítico de arte, Michel Otayek, porque ella trabaja en capas de papel, hace y deshace para volver a empezar, capa por capa, porque eso permite fluir a sus líneas. Su exposición anterior se llamó Little Murderers, porque, a criterio de Otayek, ella destruye sus cuadros con una facilidad impresionante para construirlos nuevamente. En esas capas, en esa destrucción, esconde su inspiración y el mensaje de su obra. Así, el ojo humano percibe el resultado que logró alcanzar la superficie, lo que dicho de otra manera, es la perfección.
Campos de Papel estará abierta al público del 6 al 28 de septiembre en el Edificio Yoo, Quito. La expectativa es enorme, no solo por la posibilidad de adquirir una de sus obras, sino porque mucha magia envuelve a esta gran mujer que hace años migró buscando perderse, y simultáneamente, encontrarse.
Háblame de tu arte, de lo que veremos en Quito, pido. “Sigo con mis líneas. Han madurado, se han vuelto flexibles, sensibles. Mis líneas sienten, viven, provocan cuestionamientos, responden a pesar de las contradicciones”. Has madurado tú también? Te sientes más artista? “El artista es un mensajero, un canalizador que transmite lo que lleva dentro, que amplifica percepciones irresponsablemente, porque al entregar arte al alma de quien lo contempla ya no es responsables de la reacción que genera. Sentir esa irresponsabilidad y ausencia de culpa es lo que nos libera del ego y de la constante búsqueda de éxito”, responde.
Sin duda Patricia ha superado su propia grandeza, ha encontrado libertad para formar y deformar la vida a través de sus líneas. En su arte es paciente y monocromática, en su vida real es impaciente y llena de color, todo en ella es una apasionante dualidad.