Por Lorena Ballesteros
La sociedad actual necesita cohesión. Como dice Lucía Durán, “es necesario volver a tejer los hilos que están sueltos”. Esta es una de las tantas tareas a las que se dedica desde su lugar de trabajo. La quiteña de 49 años es la directora ejecutiva del Museo de Arte Precolombino Casa del Alabado.
Antropóloga de profesión. Con un doctorado en la materia, es una generadora de conversaciones de cultura e identidad. Es alguien que establece vínculos entre pasado y presente. Es alguien que constantemente se pregunta y nos pregunta, “¿cómo imaginamos el futuro?”. Algo que en este momento resulta más incierto que de costumbre. Que arroja respuestas que van desde la esperanza hasta el miedo. Lucía reconoce que en esta era de la post pandemia, el temor al otro, a encontrarse, a tocarse, a reconocerse, es el principal inhibidor de la cohesión social e identitaria.
Su labor actual la ejerce desde hace cuatro años. Hace cinco regresó a Quito, después de vivir un período en Buenos Aires para terminar su doctorado en Antropología. Su carrera profesional está enmarcada dentro de la academia y la investigación. Es una persona que imparte conocimiento, sabiduría. Tiene una capacidad analítica y reflexiva riquísima. Tomarse un café con ella para hablar sobre las dinámicas de la ciudad, específicamente del centro histórico, es un viaje en el tiempo, a la vez que es un recorrido cultural de voces, colores e ideas.
Lucía es profeta en su tierra. Su espacio discursivo es el centro histórico. Uno que ha estudiado en piezas de arte, en imágenes, textos, estudios… pero uno que también lo ha vivido en carne propia desde hace tiempo. Así como resulta enriquecedor visitar el museo, conocer su casa es otro recorrido que satisface todos los sentidos.
Reside en el barrio de Santa Bárbara, en una propiedad que fue restaurada adobe por adobe por el arquitecto Luis López, uno de los referentes del centro histórico. Lucía afirma que su casa no perteneció a una familia acomodada, no tiene el estilo de una casa colonial con patio andaluz; se inclina por creer que fue una propiedad de borde, al pie de una quebrada.
“Esta casa escapó al damero colonial, fue un punto de fuga que resistió por más de 200 años. Seguramente fue un lugar de pernoctación para las poblaciones indígenas que venían de la ruralidad para intercambiar productos. Debió ser centro de acopio para luego distribuir mercancías en los mercados de la ciudad”. Las paredes son de adobe y la pintura es de cal. No hay materiales sintéticos ni muy trabajados. Madera en estado puro, piedras de río, hueso, algo de hierro y vidrio, mucho vidrio. Hay espacios luminosos, otros más oscuros, otros que se calientan con el fuego de una chimenea y que fungen como refugio para los habitantes de la familia de Lucía. Y en el último piso, el privilegio de vista hacia las cúpulas de las iglesias y el Panecillo es indescriptible.
Es evidente que la lectura es una actividad primordial en su familia. Los libros invaden todos los espacios de la segunda planta. La obra del escritor japonés Murakami está casi completa en un rincón. Pero además de literatura hay libros de ciencias sociales, textos académicos, históricos y fotográficos. El mobiliario guarda coherencia con la estructura de la vivienda, es una convivencia entre antigüedad y contemporaneidad.
Lucía tiene una relación íntima con las ruinas, dice que ella misma vive en una que rescató. Que el centro histórico es una ruina protegida o amparada por el patrimonialismo. Con una luz brillante en sus ojos habla sobre una fotografía que exhibe en una de sus paredes y que pertenece a la exposición que curó con otras cuatro personas. “Desmarcados, indigenismos arte y política”, abordó todas las formas de representación del mundo indígena a lo largo de 100 años.
La casa es panzona. Por fuera resulta difícil imaginarse lo que ocultan sus puertas. Pero nada más dar un paso dentro comienza la visita al museo: a ese que cuenta algo de la historia de nuestra ciudad, de nuestra identidad colectiva; pero que también es un recorrido por la vida personal y profesional de Lucía. En sus paredes se exhiben cuadros de muestras que ha curado. En el comedor principal hay una clara alusión a los Andes, la cordillera que la acoge, la obra de Gonzalo Vargas que presenta al Cotopaxi y el Chimborazo. Hay un paisaje de Guápulo de Ana Fernández. Piezas precolombinas que han sido interpretadas en el presente por Jazmín Buitrón.
En su cocina acogedora, de techos bajos y plasmada de adobe y madera, arrancamos una conversación sobre el rol del museo, el significado del centro histórico y las dinámicas de vivir en ese barrio tan mágico de Quito.
¿Cuál es la función de los museos?
Hay una falsa idea de que los museos son espacios estáticos. En su origen lo fueron. Pero, hoy por hoy hay una dinámica museal muy importante en la ciudad de Quito. Los museos estamos siempre proponiendo experiencias contemporáneas. Te estamos llevando al pasado como un viaje al futuro, en el sentido del tiempo cíclico. En el mundo indígena hay esta palabra maravillosa que es ñaupa. Tú no avanzas sino regresas a ver.
¿Por qué es fundamental para los ciudadanos?
Es tan importante como sociedades tener un anclaje como identidades para los jóvenes, adultos, para todos. Que podamos regresar a ver y decir, esa es la historia de donde vengo. Sentirte orgulloso. La capacidad de regresar a verse en una historia conflictiva y viva, problemática, alegre, estéticamente deslumbrante y a partir de ahí construir una sociedad deseada. No partimos de cero, hay miles de años que están en tu mirada, en tus prácticas y rutina. Esa conexión es la que establece el museo y que los ciudadanos deben aprovecharla.
¿Qué nos cuenta el Museo de arte precolombino Casa del Alabado?
Enfatizamos la palabra arte, porque no somos un museo de arqueología. No periodizamos, no hacemos cronologías, tratamos de mostrar la estética de 21 culturas de Ecuador desde su diversidad. Mostramos su manejo tecnológico, su capacidad de creación. Es un puente para vincular esa creación del pasado al presente, establecer una conversación que permita construir identidad y sentido de pertenencia.
¿Cuál es la conversación que rige en el centro histórico?
Puede decirse que es paradójica. Tienes por un lado una riqueza del arte colonial del barroco, sobre todo de las edificaciones religiosas y de la trama urbana que se conservó; pero también tienes una riqueza extraordinaria de la cultura popular que se sostiene, que vive y se reproduce como en pocos otros lugares de la ciudad. El centro fue la ciudad todo y no hay que olvidarse de eso. Aquí vive hasta hoy el mundo popular, el indígena, la ruralidad.
¿Hay nostalgia de la pérdida?
Aquí no se perdió nada. Está ahí. Quizás lo que se ha perdido es la capacidad de habitar los espacios del modo que se ubican en algún momento. A veces se tiende únicamente a pensar que aquí vivieron las familias más acomodadas, pero en realidad siempre fue un lugar de encuentro, de intercambio, de mercado. Había espacios para las élites, pero aún así, alrededor había comercio popular. Un lugar que hasta ahora tiene la capacidad y posibilidad de acercar los mundos. Es una conversación real y diferente con lo que somos.
Tienes dos hijos. ¿Qué les ha dado la experiencia de vivir en el centro histórico?
Es lo que yo he deseado para nuestra vida. Que tengan un acercamiento a lo real en su vida cotidiana. Son exploradores del mundo con todas sus contradicciones. En una semana cualquiera tienes una procesión, un estallido social, una protesta, la toma del espacio por la lucha social. Te enfrentas a toda la diversidad del país. Eso es algo para mí tremendamente valioso para mi vida y la de mis hijos. Ellos son unos peatones más de este centro histórico.
Existe un prejuicio de inseguridad sobre el centro histórico…
Una vez que vences esa idea construida te confrontas con la realidad, que es todo lo que necesitas para ver el mundo. Aquí hay dinámicas barriales, de comunidad y colectividad. Aquí está la posibilidad de no tener que pasar tres o cuatro guardias para llegar a tu casa. Simplemente de coger una llave y abrir la puerta de tu casa.
¿Qué perciben los habitantes del centro histórico?
Somos también sujetos diversos. Tienes al menos 14 barrios y cada uno con particularidades, con modos de vida distintos. El centro histórico te devuelve la capacidad de mirarte a ti mismo en el otro, esa que hemos perdido. Este no es un espacio idílico. En la vida cotidiana te confrontas a la pobreza, al trabajo sexual, a la locura, a la diáspora de la migración, del éxodo. Es un espejo en el que ves la desigualdad y no te permite ser ajeno a eso.
¿Qué pasó en el barrio La Ronda?
Lo investigué con los propios vecinos, con los que quedaron. Cuando yo comencé a investigar La Ronda ya quedaban pocos habitantes. Con ellos fuimos a conversar con quienes se habían ido para entender ese proceso. No encontramos algo que fuera particular de Quito, sino lo que pasa en todos los centros históricos cuando el patrimonio se vuelve un recurso económico. Ahí se disparan los precios del suelo, se ejerce presión sobre sus habitantes, se rompen las dinámicas barriales y el espacio los expulsa.
Hay unos que se van y otros que vienen. ¿Qué aporta la emigración al centro histórico?
Hace unos años eran personas que venían de Colombia, luego de Haití. Ahora tiene una fuerte población venezolana que también va cambiando las dinámicas del relacionamiento. Ahora tengo arepas a la vuelta de la esquina. La sonoridad es distinta, la musicalidad. El espacio se apropia de otra manera, es riquísimo. Así se mantiene vivo.