Por Lorena Ballesteron
Enfermedad. Suicidio. Muerte. Tres palabras que desbaratan. Que duelen hasta las entrañas. Tres palabras con las cuales Cynthia Wright Vela ha tenido que convivir a lo largo de los años. Tres palabras que ella ha aprendido a aceptar, abrazar y soltar.
Hace seis años su hermano Allan se suicidó. Hace pocos meses falleció Lola, su mamá, por una enfermedad larga y dolorosa. Antes de esos duros acontecimientos, en su infancia y adolescencia, ya había enfrentado el divorcio de sus padres, intentos de suicidio de su hermano y dos accidentes de tránsito que la afectaron física y emocionalmente. Pero, esta no es la historia de una tragedia, al contrario, es la historia de una guerrera que ha luchado por su bienestar y el de su familia, pese a la adversidad. Es la historia de una mujer que cerró las heridas del pasado, abrió sus ojos al presente y dejó de angustiarse por el futuro.
En memoria de Allan publicó Oveja negra, un libro testimonial sobre los episodios traumáticos de su infancia. Lejos de victimizarse, el relato se concentra en el proceso de sanación que ha seguido durante los últimos años. Es, sobre todo, una herramienta para visibilizar enfermedades mentales, generar consciencia colectiva y apoyar a quienes viven episodios similares. En el caso de Cynthia, su hermano lidió con lo que se conoce como Trastorno Obsesivo Compulsivo, una enfermedad neurológica que produce altas dosis de ansiedad, así como pensamientos obsesivos recurrentes. Por su parte, su madre fue diagnosticada con Corea de Huntington, también la padeció su abuela y bisabuela.
Uno de sus tuits más recientes dice: “desde pequeñas llevo a mis hijas al psicólogo. Les decía: si tienes fiebre vas al pediatra, si te duele el corazón o no te sientes bien, al psicólogo. Busca ayuda si la necesitas. Vinimos al mundo solos, pero somos seres de compañía. Todos necesitamos terapia en algún momento”. En esas palabras se define claramente su horizonte.
Lo del libro no es una improvisación. Cynthia es comunicadora de profesión. Suma años de trayectoria en televisión, radio y escribe para la revista Vive Light. Una publicación que encausa idealmente con su estilo de vida: deporte, salud y bienestar. Pues, además de profesional de la comunicación, suma decenas de medallas en su palmarés. Es maratonista y triatlonera. Por su esposo Joaquín descubrió el kite surf, una actividad que practican en la playa de Santa Marianita en Manta. En esa ciudad pasa varias semanas del año y es el destino al cual apunta su futuro cuando se jubile. Mientras tanto, combina los viajes a Manta, y a otras ciudades del extranjero, con su residencia en Quito, en el valle de Tumbaco, en un sector alejado, donde se escucha únicamente el sonido de la naturaleza.
Tras haber leído Oveja negra, la visito para sostener una plática distendida sobre su faceta de escritora. Es mi intención también desentrañar más sobre ella: sus gustos particulares, su mirada sobre la vida, su relación con su madre y el vínculo que mantiene con su hermano, aún después de fallecido.
Cuando pongo un pie en su casa, no me sorprendo. Es increíble la cantidad de información que se puede absorber a través de la pluma de una persona. Mientras transitaba por las páginas de su libro, me fui haciendo una idea de su personalidad. La imaginé disciplinada, esquemática, ordenada…
Me encuentro con que su casa es un fiel reflejo de ese retrato que construí en mi cabeza. Líneas rectas, pero abrazadas por la calidez de la madera. Decoración minimalista, funcional y práctica. Arte sobre las paredes. Una habitación destinada exclusivamente para la música. El diseño arquitectónico, a cargo de Juan Erazo, se concibe de tal manera que las áreas sociales de la casa están absolutamente separadas de los espacios privados, como salas de estar y dormitorios.
Parecería que fueran dos residencias distintas. De alguna manera, esa concepción es una metáfora de Cynthia. Una persona reservada, que solo se abre de par en par a sus seres más cercanos, pero que sabe muy bien cómo relacionarse y desenvolverse en el mundo. Que tiene una capacidad reflexiva inagotable. Una sensibilidad artística, un don de palabra. Que puede ponerse una coraza para protegerse, pero, que si tiene que escoger entre ella y sus seres queridos, entrega todo por los demás.
Llevas años vinculada al mundo de los medios de comunicación. ¿Te habías planteado como meta profesional escribir un libro?
Estudié Comunicación por sincronismos de la vida. Me presenté para un casting cuando todavía estaba en el colegio. Me contrataron, y ese primer trabajo delineó mi carrera profesional. Me di cuenta de que tenía el don de la comunicación. Desde entonces me encantaban los talleres de redacción periodística. Y aunque me felicitaban por mi facilidad y claridad sobre el papel, no me había atrevido a escribir. Me atreví cuando Solange Viteri me preguntó si quería hacerlo para Vive Light. El libro llegó cuando me sentí absolutamente preparada para ese reto.
¿Sobre qué escribes en la revista?
Temas relacionados con mi estilo de vida. Hablo sobre las competencias en las cuales participo, como la de Ironman, u otras anécdotas sobre mis paseos en bicicleta. Doy consejos y motivo a las personas a vincularse con el deporte. Pero mi lema siempre es: “primero disfruta el camino”. Con esto, me refiero a que no hay que obsesionarse por la medalla, el tiempo o la marca.
Aterrizando en el libro, ¿el propósito era contar la historia de tu hermano desde tu mirada?
Mi hermano estaba escribiendo un libro hasta antes de fallecer. La idea, en un principio, fue la de publicar algo con todos sus escritos. Ese era su sueño. Le entregué todo el material a un primo, y tras revisarlo, decidimos que era mejor lanzar una página web que sirviera como puente para quienes padecen enfermedades mentales. Asimismo, hicimos un documental para que la gente pudiera relacionarse con su historia y beneficiarse de ella. A partir de eso, me quedé con la idea de escribir algo que fuera exclusivamente sobre el suicidio de Allan. Escribí un capítulo y no prosperó. Todavía no estaba lista.
¿Qué te impulsó a retomar el proyecto?
Lo visualicé mientras meditaba y me di cuenta de que ya era el momento. Había hecho talleres en distintas técnicas de sanación. Había trabajado tanto, que estaba convencida de que podía ayudar a otras personas a través de mi propio proceso.
Oveja negra es un testimonio sobre el suicidio de Allan y sobre la enfermedad de tu mami. Pero, es también, la historia sobre el daño colateral de la tragedia de una familia. Tú sufriste ese daño colateral. ¿Cómo te afectó lo sucedido?
La personalidad y el ego se crean en la niñez. Se van determinando por la cantidad de episodios traumáticos que tienes en esa etapa de la vida. Esos traumas te desconectan de tu esencia y desarrollas mecanismos de supervivencia. Por eso me caracterizo como una persona que entrega demasiado. Esto se evidencia en mi día a día. Por ejemplo, si preparo el desayuno para mi familia y no sobra comida para mí, no tengo problema, siempre y cuando mis hijas y esposo hayan comido. Dar, esa es mi zona de confort.
¿Y sigue siendo así?
Parte de mi proceso de sanación se ha concentrado en pensar en mi bienestar, antes que en el de los demás. Y no es un concepto de egocentrismo, al contrario. Es como el procedimiento de emergencia del avión, en el cual te dicen que si hay una emergencia, debes ponerte primero tú el oxígeno y luego a los niños. Si no salvas tu vida, no puedes salvar la de otros.
Entonces, ¿una de las consecuencias de lo sucedido en tu infancia, fue que luego viviste para los otros y no para ti?
Definitivamente. Eso lo cuento en el libro. Desde el divorcio de mis papás, el trastorno de mi hermano, la enfermedad de mi mamá, me puse demasiada carga. Me sentía y me siento una súper mujer que puede sostener a todos. Lo cierto es que me había olvidado de mí misma y no encontraba el camino a seguir. Mi propósito en la vida era exclusivamente el bienestar de los demás. Era un extra en la película de mi mamá, un personaje secundario en la de mi hermano.
¿El deporte ha sido una terapia, lo buscaste para sanar?
Las personas que vivimos episodios traumáticos buscamos vías de escape. Unos recurren al alcohol, otros a las drogas y otras escogemos el deporte. Cuando comencé a correr maratones sí llegué a preguntarme, ¿de qué estoy escapando? Esta lucidez la tuve durante mi proceso de sanación. Me di cuenta que huía de mí misma, de alcanzar mi protagonismo.
Dices que fuiste un personaje secundario. ¿Quién eras?
Yo era la que le cuidaba a mi mamá. Yo era la que estaba junto a Allan. Yo era la que cuidaba a mis hijas. También era la que hacía deporte. Pero, más allá de eso, no tenía un propósito definido. No me había encontrado, ni entendía mi objetivo de vida.
¿Qué significaba estar junto a Allan?
Era una ruleta rusa. Desde mi preadolescencia pasé pendiente de que Allan no se quitara la vida. Hubo choques, accidentes, amenazas… Sentía mucha responsabilidad sobre mi hermano, mi mamá y luego sobre mi sobrina.
¿Qué es distinto ahora?
Que ya no miro el pasado ni con culpa, ni con remordimiento. Tampoco con ira. Siento agradecimiento por lo vivido. Todo lo que pasó me convirtió en la persona que soy. Uno de los pasos de la sanación es mirar al pasado con gratitud, sea lo que sea que haya sucedido. Si te quedas en el victimismo no llegas a mirar profundamente quién eres, qué has logrado, en quién te has convertido.
Un capítulo del libro se titula Honrar a tus Padres y es uno de los más reveladores…
Solemos culpar de todo a los padres. “No me cuidaron lo suficiente, trabajaron demasiado, no me escucharon, no me dejaron estudiar lo que quería, me controlaron hasta enloquecerme…” Pero, si desde pequeños aprendemos a honrarlos, aceptamos que son humanos, que hacen el mejor trabajo posible y que también vienen con la carga de sus antepasados. De esa manera agradecemos todo lo bueno y descartamos lo malo, lo que no nos gusta o lo que no queremos que se siga repitiendo de generación en generación. Es decir que tienes el deber de agradecer, pero también tienes el derecho de no repetir.
Narras un episodio de tu vida en Barcelona con nostalgia, ¿piensas en qué hubiera sucedido si te quedabas allí?
Intento no pensar en eso. En ese momento, en el que decidí quedarme en Quito y no volver a Barcelona, sentí ira contra mi mamá y mi hermano. Es más fácil responsabilizar a lo externo y culpar a otros. Pero, finalmente quien tomó la decisión de regresar fui yo.
¿Qué otras decisiones han condicionado o delineado tu destino?
A los 12 años decidí que debía cuidar y hacerme cargo de mi mamá. Invertí los roles. Pasé a ser la madre de mi mamá.
¿Tú sabías que tu mamá estaba enferma?
Sí. No sabía que tenía, pero no era normal su comportamiento. Tenía mucha depresión. Siempre le dolía algo. Se llamaba María Dolores, nombre ideal para ella.
Durante las terapias que realizaste, te concentraste en sanar los traumas relacionados con tu mamá. ¿Qué pasó con tu papá?
Cuando era niña le responsabilizaba de haberme abandonado. Algo que en realidad no sucedió, porque fue mi mamá quién pidió el divorcio. Mi papá no tuvo alternativa. Pero, en mi inconsciente estaba ese reproche por no haberme llevado con él, de no haberme salvado de lo que me tocó vivir. Ahora tenemos una relación maravillosa.
La enfermedad de tu mamá te marcó en distintos aspectos. ¿Cómo fueron los últimos años junto a ella?
Primero vino un proceso de entenderla dentro de mi árbol genealógico. Es una enfermedad cruel y que la tuvo mi tatarabuela, mi bisabuela, mi abuela, mi mamá… lo primero que se te viene a la mente es “yo también la voy a tener”. Aprendí a mirar la enfermedad con compasión y entender sus enseñanzas. Eso me ayudó a mejorar la relación con mi mamá. Al principio estaba junto a ella porque me tocaba, porque me puse la carga de ser su cuidadora. Al final eso cambió, sané y me mantuve a su lado porque quería, no porque debía.
El episodio final con tu mami ya no está en el libro. ¿Por qué?
Lastimosamente mi mami falleció cuando yo ya había terminado de escribir Oveja negra. Puede ser que lo incluya en una próxima publicación.