Por Pamela Cevallos
Reviviendo el siglo pasado
En la calle García Moreno, frente a la iglesia de La Compañía, existe un lugar que genera una especie de regresión, una máquina del tiempo que traslada a sus visitantes a una forma de vida escondida detrás de la fachada de una casa del Centro Histórico.
Este lugar es la Casa Museo María Augusta Urrutia, que muestra la forma de vida de la aristocracia quiteña en la década de los años 20, del siglo pasado, y además reconoce la labor humanitaria de una mujer que consagró su vida a la obra social.
María Augusta Urrutia nació en Quito, en 1901, y arrastra un linaje familiar importante para la historia del país: es descendiente de Juan Pío Montúfar, Marqués de Selva Alegre; Carlos Montúfar y Vicente Aguirre, próceres de la Independencia.
Esta ascendencia familiar seguramente apuntaló en Urrutia su lucha por mejorar la calidad de vida de la gente pobre. Por ello, luego de enviudar, de heredar tierras y propiedades de su familia y esposo, otro aristócrata de la época, entregó su vida y dinero a los desposeídos a través de la Fundación Mariana de Jesús, que todavía existe y que fue la encargada de abrir el museo en 1989.
Ella vivió en Europa hasta sus 20 años. Regresó a Ecuador en 1921 para casarse con Alfredo Escudero, descendiente de los Marqueses de Solanda, y vivieron en esta casa hasta su muerte.
La casa data de 1830, tiene tres pisos, y se la mantiene tal y como su dueña la dejó. Los objetos que se exhiben provienen de herencias familiares y de los viajes que hizo a Europa. Es una casa típica de la época, con un patio y pileta centrales, pilastras de piedra en la planta baja y de madera en la alta.
Abajo quedan las alacenas, los refrigeradores de la época. En una de ellas, en la que se guardaban granos, azúcar, etc., hoy se aloja la biografía de María Augusta Urrutia, las fotos de su familia y objetos personales. Entre los más preciados están los reconocimientos a su obra, sobre todo, la Medalla del Orden Nacional Al Mérito que recibió del Estado.
En la otra despensa, donde se mantenían los alimentos perecibles, están bateas y bandejas para amasar pan, y también se observan calefactores ingleses que funcionaban con leña y carbón.
En el segundo piso está la cocina principal. Allí, moledoras de café, máquinas para hacer helado, molinos de piedra del siglo XVIII, moldes para hacer chocolate, pailas de bronce, y hasta una destiladora de licor para hacer mistelas, ubican al visitante en la época.
El baño de María Augusta se mantiene intacto, tanto que hasta su perfume, Chanel No.5, reposa bajo el espejo. Las paredes tienen murales pintados a mano; a los costados resaltan dos antiguos vitrales venecianos. Las piezas de baño son inglesas, mientras que los mosaicos del piso y las baldosas de pared son belgas.
El comedor tiene varias vajillas francesas del siglo XIX, artículos de mesa y cubertería de plata maciza. Una lámpara de bronce cuelga en el centro, y un juego de cristales de Baccarat se suma al despliegue de buen gusto de esta aristócrata.
María Augusta fue mecenas del artista Víctor Mideros, pintor simbolista, de los mejores de América Latina, que tiene mucha obra expuesta en las iglesias de La Merced y El Carmen; y en casas particulares como esta, donde hay 89 cuadros de su autoría.
Urrutia ayudaba a vestir a niños pobres y a los clérigos, y por ello convidó un cuarto de costura para el efecto. Allí hay máquinas de coser y sillas bajitas, adaptadas para que las costureras apoyen los pies en el suelo. En este ambiente hay un altar portátil que data de 1677, un par de bargueños del siglo XVIII, y dos biombos bordados que fueron traídos por su bisabuelo desde China.
En la sala íntima se aprecia una virgen del taller de Legarda, varios cuadros de la Escuela Quiteña, cuatro Niños de Caspicara, la serie Siete Días de la Creación de Mideros, una vitrola, discos de carbón, sobre todo de Jazz, su música favorita.
En su dormitorio se aprecia su nivel de religiosidad. En la parte alta de la cama se muestran tres pinturas de Mideros que ella mandó a hacer para su habitación: los Arcángeles Miguel, Gabriel y Rafael; y se exhibe una cómoda de madera que todavía aloja su cepillo, peinillas y espejos. Además, este cuarto mantiene el papel tapiz original.
Una de las partes más llamativas de la casa es la sala de visitas, a la que llegaron personajes importantes de la historia del país. Las paredes tienen pintura mural y su diseño floral se refleja en cortinas y tapices de los muebles del siglo XIX. Los cortineros son de pan de oro. Aquí vuelven a ganar presencia dos muebles Bull, esta vez con incrustaciones de bronce.
El museo alberga una colección de fotografía del siglo XIX y de principios del XX que vale la pena ver, así como lo vale cada rincón de la casa, cuyos objetos y forma de vida nos hacen pensar que estamos en algún palacete de la vieja Europa.