Por Gabriela Burbano A.
Retrato de nuestra identidad
Acercarse a la arqueología es como abrir un libro para aprender, pero con la oportunidad de imaginar, -a partir de los restos materiales que dejaron nuestros ancestros-, cómo habría sido su vida y su relación con un mundo que estaban por descubrir.
La pasión por el arte y la cultura de los pueblos ancestrales que un visionario mantiene, nos permite hoy tener acceso a una interesante colección de piezas de arte precolombino, exhibida en el museo que lleva el nombre de quien fue el primer alcalde moderno de Quito (1946) y un destacado investigador de la identidad nacional ecuatoriana: Jacinto Jijón y Caamaño.
El espacio que se encuentra en el Centro Cultural de la Pontificia Universidad Católica del Ecuador, es una muestra del interés de Jijón y Caamaño por desentrañar el estilo de vida de los pueblos prehispánicos y por reconstruir su historia, después de realizar excavaciones en diversos puntos de la sierra y la costa de nuestro país. Sus hallazgos le permitieron realizar múltiples estudios a partir de los que propuso una secuencia cultural de los pueblos que habitaban lo que hoy es Ecuador, antes de la llegada de los incas y de los españoles.
Este Museo abrió sus puertas en la década de los 60, y es uno de los lugares donde, tanto ecuatorianos como turistas de otras latitudes, han podido acercarse a una reconstrucción de la forma de vida de los pueblos que dieron origen a nuestra nacionalidad. En instalaciones renovadas y con un concepto innovador de auto guianza, el museo expone sus piezas en torno a cuatro ejes temáticos: arqueología, etnografía, arte e historia.
INVENTAR, CREAR, APRENDER, INNOVAR
Tratemos de imaginar cómo habrían vivido nuestros antepasados. Observemos con detenimiento los objetos que ellos crearon y utilizaron para su vida cotidiana, así como para el desarrollo de rituales y ceremonias. Si volvemos a nuestras necesidades y concepciones esenciales, podremos comprender que ellos y nosotros tenemos mucho en común, a pesar de los miles de años que nos separan.
La utilización de cerámica y otros materiales para la elaboración de utensilios, armas, objetos ceremoniales, instrumentos, adornos y vestimenta, inició con la práctica de la agricultura y constituye un modo de expresión de su visión de la vida, de cómo afrontaban las tareas cotidianas, de trasladarse de un pensamiento primitivo a uno abstracto, simbólico, lleno de contenido.
La inspiración de los artesanos de las aldeas era su propia relación con el entorno y su manera de comprender todo lo que les rodeaba. Era, seguramente, un medio para comunicar y expresar dudas, temores, aficiones y la capacidad innata de maravillarse.
Diez mil años antes de Cristo los habitantes de nuestro territorio eran cazadores y recolectores que vivían en campamentos fijos o temporales, y que elaboraban sus utensilios y armas con piedra (basalto, obsidiana o pedernal).
El uso de la cerámica llegó 7 mil años después, durante el llamado Periodo Formativo (3500 a.C. – 500 a.C.), cuando los grupos inician con la agricultura, se vuelven sedentarios, y se evidencia el nacimiento de creencias en espíritus protectores y shamanes a cargo de rituales. Los restos materiales recuperados y que ubican su origen en esa época, muestran que la práctica agrícola inició primero en la zona costera y luego en la serranía.
El desarrollo del estilo de vida en estos territorios provocó la expansión de la agricultura y, con ello, cada población empezó a adoptar técnicas constructivas y decorativas con características propias en su alfarería.
Las piezas que resultaron de este avance y de las que se han encontrado vestigios, son las pistas que nos ayudan a construir una idea de cómo se desarrollaban las tareas habituales de estas poblaciones. Gracias a la cerámica hemos podido conocer qué productos consumían, que tipo de vestimenta usaban, cómo era la estratificación social y de qué manera se realizaban los rituales.
El periodo de Desarrollo Regional (500 a.C. – 500 d.C.) refleja un modo de vida más complejo, en el que las aldeas fueron adquiriendo su propio sello y donde la agricultura continúa ganando terreno. En la organización de la comunidad se establece la presencia de alfareros dedicados exclusivamente a la elaboración de las piezas de uso cotidiano.
El avance de las prácticas agrícolas con el uso de acueductos, terrazas y camellones contribuyó a la expansión demográfica. Es así que, durante el periodo de Integración (500 d.C. – 1533 d.C.), se formaron centros poblados casi urbanos, y se impulsó la utilización de materiales como los metales y los textiles para elaboración de objetos que expresaban rango y prestigio. La cerámica, por su parte, perdió calidad artística, pero se difundió masivamente.
Aunque en sus inicios la alfarería nació con fines utilitarios, pronto los artesanos vieron en las piezas la posibilidad de agregar elementos estéticos que reflejaban sus circunstancias y sus interpretaciones mitológicas y cosmológicas.
Los objetos creados por los nativos se convirtieron en obras de arte cuyas funciones eran prácticas (por ser útiles), estéticas (por suscitar belleza y admiración), económicas (porque pudieron servir para el comercio), comunicativas (porque expresaban ideas, conceptos y emociones), imitativas (por reflejar la realidad), e incluso críticas (por ser eco de las demandas sociales de la época).
Es fascinante acercarse a la diversidad de técnicas de manufactura, decoración e incluso de uso de materiales que se encuentran en culturas como la Carchi-Pasto, Chorrera, Manteña, Valdivia, por mencionar algunas.
El simbolismo en estos objetos no solo se marca en los elementos decorativos, sino incluso en la elección del material para trabajar. Piedra, arcilla, madera, hueso, concha, metales y fibras naturales para textiles, tenían su propio valor que dependía de quiénes lo usaban y cómo lo hacían.
Las élites (shamanes y caciques), como privilegiadas en la comunicación y el contacto con las deidades, reservaban para ellas el uso de ornamentos metálicos y piedras semipreciosas en su vestimenta y accesorios, como narigueras, orejeras, pecheras y otros. Se cree que prácticas como el tatuaje corporal y la deformación de cráneos estaban destinadas exclusivamente a estos grupos.
Los objetos manufacturados por los alfareros de las culturas que poblaron lo que hoy es nuestro territorio presentan riqueza en la variedad de formas y decoración. Bandas, líneas, punteados, semicírculos, espirales, triángulos, altos y bajos relieves, pastillajes y un sinnúmero de componentes decorativos adornan piezas que se usaban en las tareas cotidianas (transportar líquidos, servir granos, rallar alimentos, etc.) y que, normalmente, eran más rústicas, así como en ceremonias rituales que, en cambio, se presentaban con más ornamentaciones.
La representación de figuras antropomorfas y zoomorfas hablan de un notable dominio de las técnicas del manejo de la arcilla, de un alto sentido estético, de una innegable habilidad para representar la naturaleza que les rodeaba, y de un deseo de representar en sus figuras las imágenes con la mayor fidelidad y detalles posibles.
La minuciosa observación de cada una de las piezas puede llevarnos a descubrir fascinantes detalles de decoración y representación de la naturaleza. Miniaturas de cabezas de animales magistralmente elaboradas en arcilla, en piedra o en metal son capaces de dejarnos atónitos al pensar cómo los artesanos primitivos lograban tal grado de detalle.
El dominio de las técnicas de cocido o pintura que se utilizaban para lograr acabados específicos, es otra de las características que están presentes en cada una de las culturas catalogadas en el museo y que sorprenden a quien se detiene a examinarlas.
Aspectos de la vida cotidiana como las tradiciones en el vestir, las creencias y los ritos, la música y la danza, las relaciones de asociación y parentesco, la manera en que se sostenía la economía subsistencial (casa, pesca, agricultura, crianza animal), solo han podido reconstruirse gracias a estos hallazgos que son el legado para la construcción de nuestra identidad.
Es necesario que valoremos esta herencia que nos lleva a comprender que, aunque hayan pasado miles de años, nuestra capacidad de crear, aprender e innovar sigue siendo lo que nos diferencia como especie.