Por Caridad Vela
Entrar en su taller es como sumergirse en un mundo distinto, uno que solo le pertenece a ella, que la aleja de las sensaciones mundanas y la abstrae hacia sensibilidades que solo existen en su interior. Es como si una fuerza centrífuga trabajase sobre la imaginación. Se mire hacia donde se mire surgen luces y sombras, figuras que a la distancia parecerían abstractas.
Y es que el ojo solo mira lo que ve: materia. Pero el corazón siente y percibe el mensaje de la obra de Larissa Marangoni. Trozos de metal, mangueras, cadenas y un sinnúmero de elementos comparten espacio con herramientas de todo tipo. Cada cosa está ahí por una razón y cumple una función que, al complementarse, materializa la idea que nace en la mente de esta artista del arte urbano.
Entre los grises y negros de las paredes resalta una ventana elevada que enmarca con luz natural el centro del ambiente. Esa luz trae a valor presente lo que la oscuridad oculta, e irradia intensidades distintas conforme se dispersa hacia la profundidad de los extremos del taller. Cada espacio tiene su magia, y a cada paso la vamos descubriendo.
Larissa camina como si flotase a pocos centímetros del suelo, gira inspeccionando con la mirada y se revela el tatuaje del árbol de la vida que lleva en el cuello. En el hombro tiene otro, un dibujo de su hija; en el brazo están el atrapa-sueños, un búho y un mandala. Literalmente, lleva el arte en la piel. Ella es única. Hay mujeres brillantes y mujeres artistas. Larissa es las dos. Personifica a esos extraños seres humanos cuyos dos lados del cerebro son protagonistas en igual medida. No hay un dominante, hay dos complementos. Ella es mente y alma, es la máxima expresión de una dualidad equilibrada.
¿Cómo defines arte urbano?
El arte, por definición, debe ser interactivo. Si hablamos de arte urbano esa interacción debe lograr que las personas que lo miran, que son muchísimas y de toda condición, puedan identificarse con la pieza. Es mover, remover y hacer sentir a la gente. La belleza urbana ha mutado, antes había mucha naturaleza para admirar, pero el crecimiento de las ciudades ha silenciado un poco ese efecto. El arte urbano nace para crear una sensación de descubrimiento y sorpresa en el entorno de las ciudades. También sirve para identificar puntos geográficos, edificios, plazas y parques en las ciudades. Por ejemplo, el World Trade Center en Guayaquil es el edificio del “lazo rojo gigante”.
¿En qué te inspiras?
Mi inspiración nace de la naturaleza, de lo que veo en mis paseos de senderismo y andinismo. En esas aventuras he visto escenarios increíbles que me inspiran a recrearlos. Busco imágenes sencillas, porque es a través de la sencillez que activas la sensibilidad en otros. La naturaleza tiene un sinnúmero de lenguajes que pueden cambiar el estado de ánimo de la gente, y lo que hago es tomar esa riqueza natural para convertirla en algo especial.
¿Cómo?
Normalmente enfoco un espacio macro y tomo de él lo micro, hago una especie de mirada microscópica, un “close up” de lo que me atrajo, para recrear la emoción que me produjo. Por ejemplo, en mi última caminata por la zona posterior del Guagua Pichincha descubrí espacios forrados de piedra volcánica donde de repente apareció una flor entre las ranuras. Esa flor, que parece un tanto prehistórica, se convierte en la inspiración de una nueva obra para asombrar a otros, para compartir con ellos mi experiencia.
¿En qué materiales trabajas?
Mayormente en hierro, pero también me gusta mucho el aluminio porque es longevo, brilla mucho más que el acero y no pesa ni la mitad. También madera y otros elementos de uso común que los combino para complementar mis creaciones, de tal manera que una será la mirada que tendrá la pieza a la distancia, y otra la que tendrá al admirarla de cerca. Mi obra tiene algo de sarcasmo, de ilusión, de historia y de descubrimiento; es la fusión de materiales fuertes con otros más suaves para invocar sensibilidades en la gente.
¿Cuál es el primer paso para crear una escultura?
Entender al cliente, y eso no siempre es fácil, porque recuerda que estás hablando de algo que todavía solo vive en su imaginación. En ese punto muestro fotos de referencia para captar mejor lo que quiere. Cuando logro interpretarlo nace una idea en mi imaginación y hago bocetos en papel. Luego construyo maquetas para que la persona que me contrata tenga la idea tridimensional de mi propuesta, y también fotomontajes para implantar la escultura en el espacio en el que irá colocada. Así logro una mejor visualización del producto final.
¿Esa idea inicial se modifica de acuerdo al gusto del cliente?
La persona que me busca para contratar una obra lo hace porque ya me ha investigado. Es decir, existe una concordancia entre lo que quiere y lo que sabe que hago. En el camino vamos estableciendo colores, texturas, tamaños. No impongo, escucho y propongo, es un trabajo en colaboración porque es el cliente el que vivirá con mi obra y debe estar satisfecho.
Tus árboles son icónicos…
Hago mucho de repetición lineal. En mi interpretación de tallos de árboles y plantas que trabajé sobre una base en madera, los pinté de verde y puse luz interna. Amo las sombras que proyectan, es una cosa espectacular. Hay un árbol mío, gigante, en Picaya Lodge, Galápagos. Fue hecho a mano en aluminio súper labrado, muy trabajado. También hice 14 esculturas de árboles para la Bienal de Cuenca, que se colocaron enfrente del Museo Pumapungo. Con ellos representé lo que vi en mis caminatas por el bosque de árboles de papel en El Cajas. Los dejé en metal oxidado para llamar la atención ante la deforestación de este árbol autóctono de nuestra sierra que está desapareciendo por la tala.
¿Es decir que el arte urbano tiene también la función de educar?
La principal función del arte urbano es estar cerca de la gente, dejarse tocar y admirar para generar interacción. Los museos se han convertido en una especie de cementerios donde la gente camina en silencio, los niños no pueden acercarse y tocar, no pueden expresar emociones porque no está permitido. Ese tipo de arte no evoluciona, se estanca, sirve para guardar nuestra identidad, pero no vive. Debería haber un búnker de arte, como los hay de semillas, para guardar ahí las obras más importantes y hacer réplicas de las mismas para que la gente pueda acercarse, tocarlas, vivirlas y revivir el momento histórico que representan.
Dicen que los artistas dejan una parte de sí en cada obra. ¿Lo sientes así?
Claro. Cada obra abusa de mi inconsciente, toma imágenes que brotan de sensaciones, de momentos, de mi estado de ánimo, mi vida diaria, mi pareja, mis hijos, mi trabajo, etc. De hecho, así como tengo esculturas de árboles que expresan la maravilla de la naturaleza, también tengo una que se llama “los monstruos que tengo en mi interior”. Mi obra es el resultado de tomar una sensación abstracta y construirla de manera bidimensional o tridimensional, con mucha carga de humanidad. Hacerlo tiene efectos liberadores.
¿Cuál es tu reto más grande?
Además de mi maestría en escultura, tengo una maestría en Gerencia de servicios de salud obtenida en la Universidad Santiago de Guayaquil. Soy directora ejecutiva de Aprofe, institución sin fines de lucro fundada por mi padre, Paolo Marangoni, hace 56 años. En este campo, mi reto es luchar contra lo prostituidos que están los servicios médicos. Los precios son exorbitantes, el abuso en pedidos de exámenes es increíble, eso no puede seguir así. Como artista, el reto es seguir pensando y creando, es mantener la chispa en cada iniciativa que impulsa mi creatividad, y tener la libertad de hacer lo que realmente siento. Si juntamos mis dos facetas, el reto es dejar la expresión de un mensaje que trascienda en el tiempo.