Por Lorena Ballesteros
Conocer el taller de un artista es un privilegio, y lo es más cuando este lugar de trabajo está dentro de su casa, pues existe la posibilidad de comprenderlo desde su entorno más íntimo. Tuve esta fortuna con Cristina López. Entré a su residencia y sentí que ingresaba en una galería de arte.
El contraste de las distintas texturas en piso y paredes, con las luces y sombras que producían las luminarias, me transportaron lejos de Ecuador, bastante lejos. Quizá al hogar descrito en alguna novela europea. Rápidamente eché un vistazo a ciertas piezas decorativas que inevitablemente llamaron mi atención. Un enorme plato de estilo oriental y una pared forrada de cobre en el comedor, unas atractivas matrioskas rusas y piezas de arte de distintas culturas en la sala. Solo describo algunos objetos que llamaron mi atención, para dar una idea de que lo completo en este hogar es una composición que refleja muy bien a la artista.
Mi primer encuentro con Cristina fue muy cordial. Me asombré por su belleza. Una mujer con rasgos definidos, un hermoso pelo azabache y ojos muy vivos. Nuestra conversación inició en su taller y merece la pena contar en donde está ubicado. Desde el recibidor de su casa bajamos unas escaleras iluminadas que nos llevaron a lo que alguna vez fue la cava familiar. Poco a poco Cristina se fue tomando ese espacio, y ahora las botellas de vino reposan con poco protagonismo frente a decenas de tarros de acrílicos de distintos colores, una serie de brochas, libros y lienzos.
Allí, en su cueva, como le dice, trabaja incansablemente mientras su corazón y su mente se desconectan de lo mundano y van creando nuevos diálogos, emociones que suelen terminar en obras tan sensibles como Reflejo, Remanso, Presencia o Instante.
Se describe como una mujer urbana. Le encanta viajar y empaparse del ruido de las calles o de cualquier espacio público. Está atenta a la gente, a las relaciones personales que desarrollan, a las rutinas de una ciudad, pero también disfruta de los sonidos de la naturaleza y el silencio que a veces la envuelven en su taller mientras trabaja.
Si bien Cristina lleva cerca de una década pintando y esculpiendo activamente, desde siempre tuvo ese ímpetu de creatividad. En un momento pensó que sería ingeniera química. Se proyectaba en un laboratorio mezclando elementos para desarrollar nuevas fórmulas. El giro, si lo analizamos, no fue tan drástico. Ahora está en una especie de laboratorio mezclando colores, sacando nuevas texturas, combinando distintos elementos.
Estuvo muy cerca de inscribirse en la Escuela Politécnica, pero el destino la desvió cuando al mismo tiempo abrieron la Universidad San Francisco de Quito. Apostó por la flamante universidad y se inscribió en la carrera de Comunicación de Imagen y Arte. Fue la primera generación de dicha carrera y allí delineó su futuro hacia la pintura y escultura. Pero no comenzó a pintar enseguida. Antes, la vida la llevó por el camino de la maternidad. Tuvo cuatro hijos a quienes se dedicó completamente por más de una década.
Mientras conversamos recuerda que ella y su esposo hicieron juntos la casa, justamente cuando sus hijos eran más chicos, ahora les queda grande, pues de ser una familia de seis, ya solo viven con su hija menor.
Fue precisamente cuando sus hijos comenzaron a ser independientes que Cristina volvió nuevamente su mirada al arte. El punto de partida se remonta a la época en que formaron el grupo Siena con tres de sus amigas: Verónica Apolo, María Isabel Pachano y Cristina Pesantes. Se juntaron. Crearon. Cristina apostó por el arte abstracto. En pintura su estilo juega con acrílicos sobre lienzo, collage, brochazos marcados, sobre todo para crear distintas texturas. Ella no crea nada plano.
El grupo Siena hizo una primera exposición que les sirvió para posteriormente presentar Cuatro Puntos en la Casa de las Artes La Ronda. Allí presentaron sus obras de pintura y escultura.
Cristina consolidó su propuesta abstracta con formas redondas y ovaladas en escultura; y cuadrados y curvas en pintura. La obra en escultura fue trabajada en resina y demostró que a través de lo abstracto es posible transmitir emociones intensas. “Abrazo” es una de las piezas de esa muestra, está actualmente en su casa, y con gran expresión demuestra lo puro y reconfortante de un abrazo entre dos personas.
Recuerda que tiempo después, su amiga Mónica Moreno le insistió que siguiera pintando para exponer. Para convencerla la invitó a dos exposiciones, una en Quito, en el Club de la Unión, y otra en Ambato. Después de esa experiencia perdió el miedo a seguir sola. “Los artistas necesitamos empuje para no detenernos en el camino”, comenta.
Le pregunto a Cristina sobre su inspiración. Ella hace una reflexión que me gusta muchísimo. “El tema de la inspiración es una especie de tabú en el mundo artístico. Es la pregunta constante, pero no tiene una respuesta definitiva”, responde. “Del artista Víctor Guadalajara aprendí que la inspiración llega con el trabajo. Mientras más trabajo, más creativa me pongo”, añade.
Y con esa reflexión comienza a contarme un poco más sobre Víctor Guadalajara, un autodidacta mexicano de quién aprendió la encáustica. Esta técnica de pintura proviene del griego ‘grabar a fuego’, y utiliza cera para aglutinar los colores. El resultado es una especie de goma de color que se funde con soplete. A Cristina, que le encanta experimentar con texturas, esta técnica le fascina. Lastimosamente no es algo que pueda hacer con frecuencia porque es altamente tóxica y su taller es un lugar cerrado.
Por otra parte, su maestro de escultura es el reconocido Milton Estrella Gavidia. El artista ecuatoriano lleva más de dos décadas de carrera en las que ha expuesto en algunas ciudades extranjeras. Parte de su obra está plasmada en un libro que publicó en 2014. Cristina es una de sus pupilas y junto a él ha pulido su talento en artes plásticas. “Para las esculturas primero hago mis bocetos. Me encanta moldear en plastilina porque no se seca y puedes continuar con la obra cuando quieras”, comenta.
A inicios de este año estuvo ocupada con una exposición para Studio Noa. “Ángela Hoyos me había dicho que hiciera una exposición para su marca y finalmente se concretó”. Esta exposición estuvo compuesta por 12 obras de gran formato. Fue un reto profesional que disfrutó de principio a fin. Algunos de sus cuadros ya se vendieron, otros todavía se encuentran en distintos locales de Studio Noa, en Paseo San Francisco en Cumbayá y en los locales de Guayaquil.
Antes de exponer le pidió a la curadora Inés Flores que hiciera una reseña sobre su obra. Se emocionó cuando aceptó y fue a su casa a mirar cada uno de sus cuadros. Inés es curadora, promotora, historiadora, una enciclopedia de arte y una joya ecuatoriana. Para Cristina fue de gran orgullo las palabras que le dedicó en un texto muy profesional que describe sus creaciones. Aquí resumo algo de lo que escribió: “Al no quedarse en la realidad visual, Cristina esgrime de manera inequívoca su voluntad de ser moderna; se aparta del motivo realista para alcanzar cualidades puramente expresivas del tema elegido. El color lidera el contenido y está allí para imponer ordenamiento de la composición, en función del ritmo conceptual…”.
La obra de Cristina es así, contemporánea, intensa, moderna. En ese caminar reconoce que sus siguientes pasos son lanzar su página web, volverse más activa en redes sociales, y crear obra nueva para realizar una exposición en otro país. No descarta que su primer destino sea Chile.