Así se tituló una entrevista que nuestra amiga y colaboradora, María Cárdenas, hiciera al inolvidable Julio Rivas (+) en 2009. La reproducimos hoy casi en su totalidad porque las reflexiones de quien más conocía nuestro Centro Histórico nunca perderán actualidad, y porque así preservamos en nuestra memoria su legado. Mantenemos el título original, porque recordar a Julio es aventurarnos al pasado, es introducirnos en su mente y vivir la magia del tesoro que Quito ofrece al mundo, cuyos secretos nadie conocía como él.
“Quito me habla. Me cuenta su historia. Comparte sus secretos en cada esquina que reconozco, en cada adoquín que piso, en cada puerta que espío.” Con estas palabras, Julio empezó un paseo por las calles de esta ciudad colonial que siempre lo apasionó, sentimiento que creció cada día de su vida y lo acompañó hasta el último aliento. Su pasión la desfogó en caminatas guiadas, presentándonos un Centro Histórico desconocido para muchos, que se abría ante la curiosidad de quienes querían realmente conocerlo, y amarlo como él. Quito tiene una deuda impagable con Julio Rivas.
¿Cuándo te enamoraste de Quito?
Me enamoré desde pequeño. Las velas, los cuadros, los tallados barrocos siempre llamaron mi atención. El cuadro del infierno de La Compañía todavía me da algo de miedo. Sin ser curuchupa, más bien liberal, soy aficionado a las iglesias por su filosofía, soporte espiritual y, obviamente, por su arte. Me encanta pasear los domingos por la noche. Quito es mi casa, la que muere los domingos al caer el sol y me recibe en la Plaza Grande, la del Teatro, La Merced, San Francisco.
¿Lugares favoritos del Centro Histórico de tu juventud?
La señora Raquel Acosta vendía colaciones tamaño rulimán, en grandes frascos con unas tapas que, para un niño, eran imposibles de abrir. Nos las entregaba en un cucurucho de papel. El café Chapineros, pequeñito, ofrecía los mejores sánduches de pernil y un café pasado en un filtro de hierro enlosado, de esencia, de aroma espectacular. Los helados de San Agustín. Ya más grandes, el Wonder Bar, lugar de encuentro después de la vermouth en el cine, en jorga, dos por un boleto en el Bolívar. Mis hermanas, elegantísimas, de cartera y guantes. Veíamos a Cantinflas o películas españolas. El paseo acababa en el Wonder. Los mayores pedían ceviches y los niños helados con barquillos.
¿Cómo defines el espíritu de la ciudad?
¿Qué ciudades en el mundo cuentan con los talladores de cajas en la Junín, los artesanos de velas tradicionales en la Flores y en La Ronda, y las colaciones de la Cruz Verde? ¿Alguien se imaginó que, algún día, las monjas de clausura serían guías de su propio museo, enseñando con orgullo aquella banca de cuero donde las mujeres rogaban por un hijo? Desde las cúpulas de San Agustín, me es imposible dejar de maravillarme ante la belleza recién recuperada de San Juan. O ante la resurrección de La Ronda, que no es más un basurero sino un barrio cuyos vecinos han reabierto sus puertas. Quito es un ser viviente. San Agustín canta gracias a la donación de un extranjero, Julio Mario Santo Domingo, que financió su restauración. La Torre de la Compañía susurra, “ayúdenme”. Converso con Quito, y siempre me contesta.
¿Qué significado tiene para ti la Torre de La Compañía?
La justicia llega para todos. La Torre se cayó en 1850 por un terremoto. García Moreno, de su propio bolsillo, mandó a reconstruirla. Otro terremoto en 1860 la volvió a tumbar. García Moreno ordenó derrocarla para salvaguardar las cúpulas y la iglesia, la Torre fue sacrificada. Como no da a la calle, poca gente se ha enterado. Es una injusticia arquitectónica que ha sufrido durante 150 años y toda la ciudad ha sufrido con ella. Me resulta incomprensible que haya pasado tanto tiempo sin su reconstrucción. Gracias a los esfuerzos de Diego Santander, Director de la Fundación Compañía de Jesús, los trabajos han empezado. Es necesario recuperar la Torre para los corazones quiteños.
¿Alguna magnífica obra escondida?
Subiendo por un andamio a 17 metros de altura, apenas un metro debajo de los fabulosos frescos en el tumbado de San Francisco, encuentras tres cúpulas que prácticamente nadie conoce. No se las ve ni desde el Museo del Agua. Son la cúpula de Jesús del Gran Poder, la de la capilla de Villacís y el domo del Cristo de la Columna. Este es el fin de la línea del sol de Quito, que va desde Itchimbía hasta San Francisco. Quito tiene una cara que mira hacia el Oriente. Se anuló la historia de los Quitus cuando la ciudad fue entregada en bandeja de plata a los Incas, que, siendo adoradores del sol, impusieron que la cara de la ciudad se oriente en dirección al sol naciente.
¿Bibliotecas favoritas?
Los cuatro templos principales tienen las mejores bibliotecas del país. En la colonia, la competencia por la educación era muy fuerte entre las diferentes órdenes eclesiásticas. Existe una carta enviada por La Condamine, desde Quito, al Consejo Cultural Francés, en París, que dice, “No manden más libros a Quito. Aquí hay suficientes.” La Biblioteca de la Merced es un verdadero museo, cada libro es una institución: obras sobre ópera, matemáticas, y misteriosamente, el séptimo libro en la séptima fila es una vida de Cristo.
¿Otra joya desconocida?
Un adoquín de ónix. Único en Quito. Mágico! Una piedra bajada de la montaña con muchísimo esfuerzo. La Capilla de los Milagros, pequeña, impresionante, mística. Su altar es una piedra gigante empujada por niños montaña arriba. Su pintura representa la fe de una mujer indígena que se entregó a la muerte y luego revivió. La capilla está hoy en peligro porque el colegio Fernández Madrid, a su espalda, se queja que la mitad que brota del muro debe ser retirada. Doña Martha, quien con amor cuida este templo, sufre anticipadamente por la destrucción que se avecina.
¿Arte colonial?
Cuando llegaron los españoles, Quito no era una gran ciudad como Macchu Pichu, sin embargo la producción artística floreció. Las ciudades vecinas tienen mucho arte quiteño. Los artistas preservaron las técnicas ancestrales y las mejoraron. En esa época, los alumnos que superaban a sus maestros provocaban indignación. Por eso las obras de los artistas indígenas son anónimas, no las firmaron. ¿Has visto un Caspicara firmado? Nunca. Se lo reconoce por sus rasgos, por sus materiales y su utilización. El propio Rey de España reconoció su valía cuando dijo, “Caspicara en Quito, Miguel Ángel en Italia.”
¿Ésta es tu pasión?
Vivimos rodeados, mejor dicho atrapados, en una gran herencia. Todos, desde la beata que se inclina ante una virgen a rezar hasta los estudiosos que la restauran. Me pregunto si los quiteños realmente aprecian lo que ven. ¿Realizan, acaso, que los Tanques del Placer fueron originalmente un grupo de piscinas de piedras de distintos colores para calentar agua a diferentes temperaturas? Nos corresponde aprender de la sabiduría de nuestros antepasados. Imagínate la suerte de dedicarme a las dos cosas que me apasionan, enseñar y, al mismo tiempo, compartir los secretos de mi ciudad, además me pagan por ello. Me siento realizado.