Por Jaime J. Izurieta
Imaginemos una sesión del legislativo municipal en una ciudad cualquiera, con golpes de pecho, gritos desgarradores, lágrimas falsas y abandonos furibundos de sala. Una de esas sesiones que usualmente terminan en votaciones de telenovela y conferencias de prensa, donde políticos circunspectos hablando a nombre del bien común, solicitan con voz grave la resignación popular con ocasión de una nueva alza de impuestos dura, pero necesaria.
La escena se repite con mayor o menor drama de ciudad a ciudad al momento de balancear un siempre deficitario presupuesto. Se repite también, cada año, la necesidad de seguir financiando proyectos que se vendieron en un inicio como “sostenibles” pero que siguen drenando las arcas municipales.
Entendemos la sostenibilidad económica como la capacidad de una organización, proyecto o evento, para generar suficiente retorno sobre la inversión (ROI) para cubrir sus costos. La ambiental se mide restando el impacto causado en un sistema biológico del beneficio que se genera por su explotación. Un nuevo aeropuerto con autogeneración eléctrica, reciclaje de aguas grises y uso de materiales reciclados, solo podría considerarse sostenible si crea suficiente valor como para no requerir una inyección constante de recursos públicos para costear su operación.
De requerirlos, ese dinero irá a financiar el apodo de “sostenible” que le pusieron los promotores, y se dejará de invertir en otros rubros de mayor impacto en el bienestar de la gente. Esos rubros se multiplican cada año a medida que los gobiernos crecen y asumen más competencias. Debido a factores externos como costos laborales o aranceles a materiales de construcción, los costos para financiarlos son mayores. Las entidades públicas se ven en problemas al momento de cuadrar sus finanzas y la respuesta recurrente y poco creativa es elevar impuestos.
Los sistemas políticos que definen claramente las competencias de cada nivel de gobierno, calculan la carga tributaria añadiendo el porcentaje que representan los impuestos sobre la renta, los que gravan las actividades comerciales y profesionales, y los prediales. Donde hay mayor descentralización, las ciudades se autofinancian gravando porcentajes mayores sobre la propiedad; y los gobiernos nacionales, en correspondencia con la devolución de competencias, cobran porcentajes algo menores sobre la renta, que compensan la carga total. Eso les da a los municipios un campo de acción mayor y les permite usar descuentos y exenciones al impuesto predial como incentivo atractivo para inversiones.
Este contexto otorga a los municipios mayor responsabilidad sobre la ejecución de proyectos de desarrollo. También reduce su dependencia en el gobierno central, situación que podría ser usada como herramienta de coerción en gobiernos menos éticos.
Un alza en impuestos prediales en una economía tan controlada centralmente, tan poco productiva y con un nivel de ingresos tan bajo como la ecuatoriana, generaría un impacto excesivo sobre el consumidor. Sin embargo, esa respuesta es la que encuentran ciudades alrededor del mundo para que las cuentas cuadren.
Pocas veces se enfoca la búsqueda del problema en la sostenibilidad real de las iniciativas públicas. Pongamos como ejemplo el Instituto Metropolitano de Patrimonio de Quito. Su presupuesto anual asciende a $20’035.866,93 según datos actualizados el 31 de octubre de 2018. Lo destinado a obra pública es $15’677.353,10. De ese monto salen todas las obras de recuperación patrimonial de Quito. Decenas de entidades públicas que funcionan en edificios patrimoniales tienen peticiones de mantenimiento de estructuras, cubiertas, muros o materiales que el IMP debe atender.
Una parte del presupuesto de obras de recuperación patrimonial debe destinarse a reparaciones de obras entregadas anteriormente. Esto implica que el costo de rehabilitar, construir o adecuar esas instalaciones no fue el presupuestado. Así las cosas, el reducido presupuesto del IMP no se destina completamente a valorizar el patrimonio de Quito sino a financiar la operación de varias entidades municipales que no crean suficiente valor para rehabilitar los inmuebles patrimoniales que ocupan.
Es difícil pretender que todos los proyectos tengan ROI. Las obras viales, al constituir esencialmente rutas de escape, no lo van a tener nunca porque eliminan el contacto de los consumidores con la economía local, y rara vez cumplen sus proyecciones de “nivel de servicio”. Un rediseño de calles para hacerlas peatonales y permitir la ocupación del espacio público lo tendrá, según estudios, muy pronto, manifestados en movimiento económico privado y recaudaciones públicas. De igual modo, una escuela pública no es un proyecto del que se pueda esperar un ROI positivo, pero teatros, museos y centros culturales sí.
Una opción es sincerar los presupuestos institucionales. Separar las inversiones de los gastos recurrentes, y darles a esas inversiones el requerimiento de generar retornos económicos para financiarse. El cambio de paradigma que esto supone colocaría a gigantes como EPMMOP en un segundo plano, como meros administradores de gasto. Por otro lado, entidades que subsisten con dificultad como el mencionado instituto de patrimonio, las fundaciones de museos y teatros entre otras, pasarían a ser componentes importantes para la recaudación municipal y la consecuente salud presupuestaria de la ciudad.
El momento es crítico. Según el portal de Datos Abiertos, el “Metro” va a requerir alrededor del 60% del presupuesto municipal, lo que se traduce en $900 millones. No es claro si ese monto incluye gastos operativos o de otra índole que el sistema no logre generar y el municipio deba subvencionar. Un presupuesto superior al millardo y medio de dólares dispondría de una suma cercana a los setecientos millones para todo el gasto restante. Incluso sin contar con que el volumen de pasajeros sea inferior al proyectado y se requieran erogaciones adicionales, el presupuesto municipal efectivo volvería a los niveles pre Revolución Ciudadana, pero con costos laborales, de materiales, de servicios y demás que responden a los distorsionados niveles a los que los elevó el correísmo en su afán modernizador.
El “Metro” es un claro ejemplo de un proyecto que tal y como ha sido planteado nunca será sostenible, por más que los vagones funcionen con energía renovable o se fabriquen con materiales reciclados. Los benchmarks a nivel internacional lo confirman, e incluso una revisión de los sistemas complejos de transporte masivo que sí se sostienen solos, particularmente en Singapur, Hong Kong o Taiwán, muestran que el retorno no está en el transporte de pasajeros sino en la administración comercial del suelo alrededor de las paradas. La caja de herramientas probada en los lugares mencionados, y en otros alrededor del mundo, incluye esquemas de captación de valor, alianzas público privadas para rentabilizar incrementos en densidad habitacional o intensidad de usos, e incluso operaciones urbanas de expropiación, reconfiguración parcelaria y concesión de suelo.
Quito ha hecho avances, y la discusión sobre Desarrollo orientado al transporte está ya sobre la mesa en la visión 2040. El mismo proyecto podría ser un ejemplo de cambio de paradigma si, al inicio de operaciones de las paradas, se implementa estrategias comerciales e inmobiliarias que creen valor y complementen en alguna medida el precario presupuesto municipal.
Las épocas de crisis nos obligan a ser creativos en la administración pública, y las condiciones actuales del país parecen apuntar hacia allí. Sería un buen momento para dejar de llamar “inversión” a lo que no lo es, y “sostenible” a lo que difícilmente se sostendrá solo y tendremos que seguirlo pagando mucho más allá de lo aceptable.